Cristo, fe y el desafío de las culturas (II)
J. Card. Ratzinger, Encuentro con las Comisiones Doctrinales en Asia (Hong Kong, 3 de marzo de 1993)
(Título original: Christ, Faith and the Challenge of Cultures; traducción propia)
Fe y cultura
Llegamos a la segunda parte de nuestras consideraciones. Hasta ahora hemos tratado sobre la esencia de la cultura y las condiciones del encuentro cultural y cómo, mezclándose, dan lugar a nuevas formas culturales. Debemos pasar ahora del reino de los principios al de los hechos. Pero, antes de hacerlo, tenemos que resumir los resultados de nuestra reflexión y preguntarnos qué puede unir a las culturas, de modo que no queden sólo relacionadas superficialmente, sino que el resultado del encuentro entre ellas sea ocasión de enriquecimiento y refinamiento mutuo. El medio que las junte sólo puede ser la verdad compartida sobre el hombre, que necesariamente lleva a tratar la verdad sobre Dios y sobre la realidad como conjunto. Cuanto más humana es una cultura, cuanto mayor es, más hablará sobre verdades que antes estaban cerradas para ella y más capacidad tendrá para asimilar la verdad y ser asimilada por ella. En esta coyuntura la especial autocomprensión de la fe cristiana se pone de manifiesto. La fe cristiana, está alerta y es honesta, sabe perfectamente que hay mucho de trabajo humano en sus expresiones culturares particulares, mucho de lo cual necesita purificación y apertura. Pero la fe cristiana también tiene la certeza de que en su núcleo está la auto-revelación de la verdad misma y, por tanto, la redención. Porque la auténtica pobreza del hombre es oscurecer la verdad. Esta oscuridad falsifica nuestras acciones, nos enfrenta entre nosotros y, precisamente porque estamos contaminados, alienados, corta de raíz nuestro ser, que es Dios. Comunicar la verdad nos libera de la alienación y de la división. Ilumina el estándar universal que no violenta a ninguna cultura, sino que la conduce a su propio centro, porque toda cultura es una expectativa de la verdad. Eso no significa uniformidad. Justo lo contrario. Sólo cuando ocurre esto la oposición se transforma en complementariedad, porque cada cultura, basada en ese estándar común, puede dar su propio fruto. Este es el gran mandato con el que la fe cristiana vino al mundo, subyace a la obligación interna de enviar a todos los pueblos a la escuela de Jesús, porque Él es la verdad en persona y el camino de la humanidad. En este momento no queremos unirnos a la discusión sobre la legitimidad de este mandato, sino que lo haremos más adelante. Planteémonos de momento la siguiente cuestión. ¿Qué conclusiones hay que extraer de lo dicho hasta ahora para la relación concreta de la fe cristiana hacia las culturas del mundo?
Primero, debemos decir que la fe es cultura. No hay una fe desnuda o mera religión. Dicho con sencillez, desde el momento en que la fe le dice al hombre quién es y cómo debe empezar a ser humano, la fe crea la cultura; la fe es, en sí misma, cultura. La palabra de fe no es una abstracción; es una palabra que ha madurado a lo largo de la historia y a través de la mezcla intercultural, en la que formó una completa estructura de vida, la interacción con el hombre consigo mismo, con su vecino, con el mundo y con Dios. Esto significa que la fe es su propio sujeto, una comunidad viva y cultural que podemos llamar “Pueblo de Dios”. El carácter histórico de la fe como sujeto se hace más clara en ese concepto. Entonces, ¿la fe es una cultura entre otras de modo que uno debe escoger a este pueblo como comunidad cultural o a otro? No. En este punto, lo que es especial y propio de una cultura se hace evidente. El sujeto cultural “Pueblo de Dios” difiere de las culturas clásicas, definidas por tribu, pueblo o las fronteras de una región común, desde el momento en que el Pueblo de Dios existe en diferentes culturas que, por su parte, incluso hasta donde le preocupa al cristiano, no dejan de ser la primera cultura sin mediación. Siendo cristiano, uno sigue siendo francés, alemán, americano, indio, etc. En el mundo pre-cristiano, y también en las grandes cultura de la India, China y Japón, perdura la identidad e indivisibilidad del sujeto cultural. La doble membresía es, en general, imposible, con la excepción, por supuesto, del budismo, que es capaz de unirse a otras culturas por principio. Pero la duplicación de culturas comienza, de forma consistente, con el cristianismo, de modo que el hombre vive ahora en dos mundos culturales, el de su cultura histórica y el nuevo de su fe, y ambos lo permean. La interacción nunca será una síntesis acabada, sino que exige un esfuerzo contante de reconciliación y refinamiento. Una y otra vez debe aprender la trascendencia hacia la completitud y la universalidad que es propia, no de un pueblo específico, sino del Pueblo de Dios que abraza a todos los hombres. Una y otra vez, por otra parte, aquello que es común debe recibirse en el reino de lo particular y ser vivido y sufrido en la historia real.
Algo verdaderamente importante se sigue de esto. Uno puede pensar que la cultura es algo propio de una nación histórica concreta (Alemania, Francia, América, etc.), mientras que la fe, por su parte, está en búsqueda de una expresión cultura. Como si las culturas individuales debieran ser el cuerpo cultural de la fe. De este modo, la fe siempre tendría que vivir de culturas prestadas que, al final, resultaría externas y a las que se podría desechar. Por encima de todo, una forma cultural prestada no hablaría en términos comprensibles para alguien de otra cultura. La universalidad sería, siendo así, ficticia. Esta forma de pensar está en la raíz del maniqueísmo. La cultura queda degradada, reducida a una concha que se puede cambiar. La fe queda también reducida a un espíritu desencarnado, vacío de realidad. Este es el punto de vista de la mentalidad post-ilustrada. La cultura reducida a mera forma, la religión a un sentimiento inexpresable o un puro pensamiento. Se pierde la tensión fructífera que uno espera que caracterice per se a la coexistencia entre dos sujetos. Si la cultura es más que una mera forma o que un principio estético, si es más bien la ordenación de valores en una forma histórica viva y no puede prescindir de la cuestión de Dios, no podemos evitar el hecho de que la Iglesia es el sujeto cultural propio de los creyentes. Y esta Iglesia como sujeto cultural, Pueblo de Dios, no coincide con ninguno de los sujetos históricos, incluso en tiempos de aparente plena cristianización, como lo que pensamos que hubo en Europa. La Iglesia mantiene siempre su propia forma global.
Siendo así, cuando la fe y su cultura se encuentran con otra cultura ajena, no puede tratar de disolver la dualidad de culturas para ventaja de una u otra. Conseguir una cristiandad privada de su propia complexión humana concreta a costa de perder el propio patrimonio cultural sería tan erróneo como subordinar la fe a la propia fisonomía cultural. De hecho, la tensión es fructífera, porque renueva la fe y sana la cultura. Por tanto, no tendría sentido ofrecer una especie de cristianismo pre-cultural o deculturado, que se arrebataría a sí mismo su propia fuerza histórica, degradándose en una vacía colección de ideas. No hay que olvidar que el cristianismo, ya en el Nuevo Testamento, toma los frutos de una cultura histórica, con una historia de aceptación y rechazo, de encuentro y cambio. La historia de fe de Israel, que fue tomada para la cristiandad, encontró su propia forma en confrontación con las culturas de egipcios, hititas, sumerios, babilonios, persas y griegos. Todas estas culturas eran, a su vez, religiones, formas históricas de vivir. Israel las adoptó y transformó con dolor en el transcurso de su relación con Dios, con los grandes profetas, para tener preparado un recipiente más puro para la novedad de la revelación del único Dios. Estas culturas fueron llevadas así a su plenitud última. Pues se habrían quedado hundidas en el pasado, de no ser porque fueron purificadas y elevadas en la fe de la Biblia, alcanzando permanencia. La fe de Israel comienza con la vocación de Abrahán: “sal de tu tierra y de tu familia y de la casa de tu padre” (Gn 12:1); empezó con una ruptura cultural. Esa ruptura con su historia antecedente, ese ir adelante, siempre se presenta en el inicio de cada nueva hora de la historia de la fe. Pero ese nuevo inicio se revela como un poder sanador que crea un nuevo centro y proyecta atraer a sí todo lo verdaderamente humano, todo lo verdaderamente divino. “Yo, cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a mí a todos los hombres” (Jn 12:31); estas palabras del Señor también se aplican aquí. La cruz es, antes que nada, ruptura, expulsión, levantamiento sobre la tierra, y, precisamente, crea así un nuevo centro magnético, atrayendo la historia del mundo hacia arriba y convirtiéndose en el lugar de encuentro de los divididos.
Quien se una a la Iglesia debe ser consciente de que está entrando en un sujeto cultural con su propia interculturalidad históricamente desarrollada y multinivel. Uno no puede ser cristiano al margen de cierto éxodo, de romper con la propia vida en ciertos aspectos. La fe no es un camino privado hacia Dios, sino que conduce al Pueblo de Dios y su historia. Dios se ligó a Sí mismo a una historia, que es suya y que nosotros no podemos echar fuera. Cristo sigue siendo hombre para toda la eternidad, conserva su cuerpo eternamente. Ser hombre y ser cuerpo incluye inevitablemente una historia y una cultura, nos guste o no. No podemos repetir el hecho de la encarnación a nuestro antojo, quitándole a Cristo una carne para darle otra. Cristo permanece, también en su cuerpo. Pero nos atrae hacia Sí. Esto significa que, dado que el Pueblo de Dios no es una entidad cultural particular, sino que ha sido formado de todos los pueblos, entonces, su primera identidad cultural, levantarse de la caída, tiene su lugar. Pero no sólo eso. Esta primera identidad es necesaria para permitir que la encarnación de Cristo, la encarnación del Logos, alcance su plenitud. La tensión de los muchos sujetos en uno solo pertenece esencialmente al drama incompleto de la encarnación del Hijo. Esta tensión es el dinamismo interno de la historia, posicionada siempre bajo el signo de la cruz, es decir, siempre enfrentada a la fuerza de la cerrazón de mente y el rechazo.